miércoles, 18 de febrero de 2009

SUEÑOS MESIÁNICOS Y VIOLENCIA JUSTIFICADA

Acepto, de entrada, que fui masoquista. El pasado domingo, tras el anuncio oficial de los resultados en Venezuela, me quedé más de una hora viendo por televisión al coronel Hugo Rafael Chávez Frías. Lo hice porque los tiranos ejercen una extraña fascinación sobre quienes valoramos la democracia como una conquista diaria; pero también porque he aprendido a concebir cada acontecimiento, en mi país y el mundo, como una oportunidad de ser testigo de la historia. Y lo del domingo fue, sin duda, histórico.

Y fue tragicómico también. Esa noche le oí decir al presidente de Venezuela que su lucha era la misma de Jesucristo, le escuché ¿cantar? un bolero y le vi alzar los puños, en gesto de virilidad tribal, delante de una muchedumbre enfebrecida. Hugo Chávez, desde aquel balcón, abrazado a sus hijas, desgañitándose, se convirtió en la esencia misma del error humano, ese que se contrapone tozudamente a la historia. De pronto parecía que la autocracia, esa enfermedad política de todas las épocas, volvía a agenciarse el respaldo del tiempo.

Admito que fue igualmente masoquista de mi parte leer entera la autobiografía de Salvador Sánchez Cerén, "Con sueños se escribe la vida". Pero en este caso me sentía más obligado a soportar el padecimiento, porque el autor de la obra aspira a convertirse en vicepresidente de El Salvador, y los juicios que haga del pasado adquieren, para mí, una indiscutible trascendencia.

No estaba equivocado Fred Schwarz cuando afirmaba que "los comunistas dicen siempre la verdad". Las convicciones marxistas suelen ser apuestas de vida, compromisos casi religiosos. Dios es un idealismo noble pero anacrónico, siempre al servicio del enemigo burgués. La "revolución", en cambio, es la nueva meta del hombre ético, porque es ella la que interpreta mejor el ideal solidario que encarnó, entre otros, Jesucristo.

Pero si a usted, amigo lector, le repugna que Hugo Chávez hable del cristianismo con petulancia mesiánica, le inquietará saber que Salvador Sánchez Cerén (alias Leonel González) invitó a un famoso teólogo de la liberación, Miguel D'Escoto, a prologar sus memorias. Y lo que más le asombrará es que este controvertido miembro de la congregación Maryknoll, ex canciller de Daniel Ortega, se atrevió a escribir lo siguiente:

"(…) No es el momento de detenernos a reflexionar sobre las características morales y espirituales del gran revolucionario que fue Farabundo Martí. Por sus frutos los conoceréis, decía Jesús, y no cabe duda de que uno de los grandes frutos de Farabundo (y de Jesús) es precisamente Leonel, como tendremos la oportunidad de constatar en su autobiografía" (Pág. 18). [Aunque parezca increíble, la transcripción es rigurosamente literal].

Mucho me temo que el candidato vicepresidencial del FMLN no querrá explicarnos, durante la presente contienda electoral, por qué escogió para elogiar su libro a un célebre enemigo del Vaticano que se enfrentó a Juan Pablo II. Me pregunto, de hecho, si podría aclararnos algo su compañero de fórmula, Mauricio Funes, que hace algunos días, entrevistado en el canal 67, admitió haber reconocido tardíamente "el temor a Dios".

Los problemas que como salvadoreño tengo con la candidatura de Salvador Sánchez Cerén tendrían poca relación con su pasado guerrillero si el mismísimo ex comandante no hubiera dejado claro, a través de sus memorias, que sigue pensando, al sol de hoy, como pensaba en la guerra. Es en este punto donde su pasado de crueldad e intolerancia cobra dimensiones fantasmagóricas, porque es él quien dice, sin rodeos, que el odio y la violencia tienen justificaciones históricas. Y agrega (Pág. 264): "No puedo descartar ninguna forma de lucha para llevar adelante nuestras ideas, para conquistar nuestros proyectos programáticos…". ¿Acaso se puede ser más claro?

Se trata del mismo razonamiento primario que lleva a Miguel D'Escoto, el oficioso prologuista, a afirmar que "sigue siendo cierto aquello de que quienes imposibilitan que se logre instaurar pacíficamente los cambios que la justicia exige, hacen inevitable que los pueblos recurran a la fuerza de las armas en defensa de la vida y de su dignidad humana" (Pág. 10).

Es triste que un religioso diga que es lícito matar para defender la vida, otra manera de decir que «el fin justifica los medios». Es el argumento que supedita la razón a la barbarie, la justicia a la venganza, la serenidad a la arbitrariedad. Para Leonel González, como para Hugo Chávez, la calma es traición; la prudencia, claudicación. Es el puro y duro imperio de las circunstancias el que marca el paso de la historia. Es el ser humano condenado a perder su humanidad, porque el entorno lo avasalla, lo embrutece, lo convierte en un prisionero de sus instintos.

Así, damas y caballeros, se justifican las medidas más extremas, las revoluciones más sangrientas, los asesinatos más viles. Es así como un respetable porcentaje de caudillos y activistas, artistas e intelectuales, académicos y formadores de opinión, en todo tiempo y lugar, le entrega a la violencia --esa "perra de hielo", como felizmente la calificó David Escobar Galindo-- su marxista credencial de "partera de la historia".

Federico Hernández Aguilar
Escritor y columnista de El Diario de Hoy
http://www.elsalvador.com/mwedh/nota/nota_opinion.asp?idCat=6342&idArt=3360663

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